La teoría de las almas en Platón es, probablemente, la más importante para entender la finalidad política de la famosa Teoría de las Formas o Teoría de las Ideas. De hecho, deberíamos considerarla como el verdadero enlace entre ésta y el verdadero interés de Platón por la filosofía.
No deberíamos ver a un Platón tan desprendido del mundo que le rodea, desde luego no tanto como él mismo pretende. Cierto que los académicos no se preocupaban por la realidad política del momento en Atenas, pero es igualmente constatable los intereses del atlético Aristocles por los beneficios del aprendizaje de las formas puras de cara a una convivencia ideal entre personas, una búsqueda que sus denostados artístas ya habían perseguido a través de la escultura y la arquitectura.
En su concepción del alma humana Platón nos dice que nuestra "forma de ser" está impulsada por tres fuerzas complementarias, una de las cuales, la parte concuspiscible o apetitiva, es indomeñable y descontrolada, handicap de serie por ser humano. Esta parte incontrolable es la que hace sentirnos atraídos irremediablemente por la realidad sensible y física.
Pero la perfección no hay que buscarla en estas metas físicas, como hacen los artístas, sino más bien en el conocimiento, en el impulso cognoscitivo.
En oposición a los hombres, las almas divinas son perfectas, sabias, con deseos controlables, lejos de aquellos dioses "demasiado humanos" que la tradición literaria describía, y que tanto seducía al joven Aristocles hasta que Sócrates le abrió los ojos ayudándole a salir de la caverna:
"Sobre su inmortalidad, pues, basta con lo dicho. Acerca de su idea debe decirse lo siguiente: descubrir cómo es el alma sería cosa de una investigación en todos los sentidos y totalmente divina, además de larga; pero decir a qué es semejante puede ser el objeto de una investigación humana y más breve; procedamos, por consiguiente, así. Es, pues, semejante el alma a cierta fuerza natural que mantiene unidos un carro y su auriga, sostenidos por alas. Los caballos y aurigas de los dioses son todos ellos buenos y constituidos de buenos elementos; los de los demás están mezclados. En primer lugar, tratándose de nosotros, el conductor guía una pareja de caballos; después, de los caballos, el uno es hermoso, bueno y constituido de elementos de la misma índole; el otro está constituido de elementos contrarios y es él mismo contrario. En consecuencia, en nosotros resulta necesariamente dura y difícil la conducción. Hemos de intentar ahora decir cómo el ser viviente ha venido a llamarse "mortal" e "inmortal". Toda alma está al cuidado de lo que es inanimado, y recorre todo el cielo, revistiendo unas veces una forma y otras otra. Y así, cuando es perfecta y alada, vuela por las alturas y administra todo el mundo; en cambio, la que ha perdido las alas es arrastrada hasta que se apodera de algo sólido donde se establece tomando un cuerpo terrestre que parece moverse a sí mismo a causa de la fuerza de aquella, y este todo, alma y cuerpo unidos, se llama ser viviente y tiene el sobrenombre de mortal. En cuanto al inmortal, no hay ningún razonamiento que nos permita explicarlo racionalmente; pero, no habiéndola visto ni comprendido de un modo suficiente, nos forjamos de la divinidad una idea representándonosla como un ser viviente inmortal, con alma y cuerpo naturalmente unidos por toda la eternidad. Esto, sin embargo, que sea y se exponga como agrade a la divinidad. Consideremos la causa de la pérdida de las alas, y por la que se le desprenden al alma. Es algo así como lo que sigue.
La división platónica del alma racional en tres partes siguiendo el libro de Apuleyo: "Sobre el Dios de Sócrates": Dios en el cielo, los demonios en el aire y los humanos en la tierra. |
Platón persiguiendo poetas (MMW, 10 A 11, fol. 055v, libro 2, 14) |
Tal es pues la vida de los dioses. De las otras almas, la que mejor ha seguido al dios y más se le parece, levanta la cabeza del auriga hacia el lugar exterior, siguiendo, en su giro, el movimiento celeste, pero, soliviantada por los caballos, apenas si alcanza a ver los seres. Hay alguna que, a ratos, se alza, a ratos se hunde y, forzada por los caballos, ve unas cosas sí y otras no. Las hay que, deseosas todas de las alturas, siguen adelante, pero no lo consiguen y acaban sumergiéndose en ese movimiento que las arrastra, pateándose y amontonándose, al intentar ser unas más que otras. Confusión, pues, y porfías y supremas fatigas donde, por torpeza de los aurigas, se quedan muchas renqueantes, y a otras muchas se les parten muchas alas. Todas, en fin, después de tantas penas, tiene que irse sin haber podido alcanzar la visión del ser; y, una vez que se han ido, les queda sólo la opinión por alimento. El porqué de todo este empeño por divisar dónde está la llanura de la Verdad, se debe a que el pasto adecuado para la mejor parte del alma es el que viene del prado que allí hay, y el que la naturaleza del ala, que hace ligera al alma, de él se nutre. Así es, pues, el precepto de Adrastea. Cualquier alma, que, en el séquito de lo divino, haya vislumbrado algo de lo verdadero, estará indemne hasta el próximo giro y, siempre que haga lo mismo, estará libre de daño. Pero cuando, por no haber podido seguirlo, no lo ha visto, y por cualquier azaroso suceso se va gravitando llena de olvido y dejadez, debido a este lastre, pierde las alas y cae a tierra"
Fedro, 246 d 3- 248 d
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